Durante los primeros mil millones de años no hubo luz. El fulgor del Big Bang se había apagado, las estrellas y galaxias aún no habían nacido. Es la edad oscura del universo, un espacio que ningún telescopio puede penetrar, como una mancha en el fondo de nuestras retinas.
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Los budistas lo llaman sunyata, la vacuidad preñada de la que brotan todos los fenómenos. Libre de características, condiciones, del ser, la existencia, el tiempo y sus categorías, sunyata es la falta de esencia del universo, un punto medio entre la nada y el ser que permite el surgimiento de la realidad como fenómeno interdependiente. La física moderna ha encontrado propiedades similares en su intento por alcanzar el corazón de las cosas: en medio del vacío perfecto surgen de forma espontánea partículas de materia y antimateria que roban energía del futuro para luego aniquilarse mutuamente. El tejido mismo del espacio-tiempo se vuelve inestable en la escala más pequeña, se agita creando pequeñas burbujas, como si luego de siglos de avances científicos Occidente hubiera alcanzado la misma conclusión que un monje descalzo a los pies del Himalaya: la forma es vacío, el vacío es forma.
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La primera representación gráfica del cero surgió en Babilonia, trescientos años antes de Cristo, en la forma de dos pequeños triángulos en diagonal con una línea que nace de su vértice. Dos siglos después, al otro lado del mundo, los mayas crearon su propio símbolo para el cero: la forma de una concha o un ojo cerrado. Para los griegos el cero era anatema, ya que su concepción de las matemáticas estaba ligada a la geometría y no había ninguna forma que pudiera representar el vacío.