«Los intervalos en mi vida se están haciendo demasiado largos”, pensaba el jinete mapuche que había detenido su caballo al borde de un gran vacío, y miraba sin ver la sucesión de bosques oscuros que se extendía hasta un horizonte poblado de figuras diminutas. Él era uno más de esos hombrecitos recortados en distancias elásticas, yendo y viniendo a las órdenes de los capitanejos, esperando emboscadas, propias o ajenas. ¿Lo estarían disfrutando de verdad sus congéneres, o sólo lo simularían? En su caso no era ni una cosa ni la otra. Aun breves, aun pretendiéndose instantáneas como el relámpago, estas guerras se prolongaban más de lo que le habría gustado. Claro que el suyo era un gusto exigente, de connaisseur del Tiempo. Desde el momento en que concebía un hecho como una interrupción, no podía querer otra cosa sino que cesara. En realidad estas pequeñas guerras no eran tan interminables como se le hacían a él; la sensación podría deberse al carácter ligeramente ficticio que tomaban en su desarrollo. Los contrincantes se buscaban sin encontrarse por los dédalos de la espesura, libraban batallas a distancia, se adivinaban y se perdían al azar de las desbandadas. Menudeaban las alarmas innecesarias, las persecuciones de nadie, el griterío por el griterío mismo.
Por suerte su tío, el mariscal de opereta de esas campañas que más parecían ejercicios intelectuales, se aburría antes que sus guerreros y entonces se transportaban a toda carrera de regreso al seno de las montañas, que sobre su sobrino ejercían tanta atracción. Mientras tanto, no tenía más remedio que seguirle la corriente. “Paciencia”, se decía. El caballo hiperventilaba dando pequeños golpes de casco en el musgo de los escalones patagónicos. El silencio se prolongaba. Se había apartado de la compañía con la excusa de localizar focos demoníacos, pero fue lo que menos hizo. El motivo que se daba a sí mismo era que quería pensar, pero de eso hizo menos todavía. La distancia se extendía ante él en volúmenes transparentes. Si hubiera existido entonces el concepto de paisaje, lo habría encontrado admirable. Como un toldo en el que su dueño se afanara en mantener todo impecable, lustrara con cera las boleadoras, frotara los cueros, pusiera los amuletos en fila e hiciera pirámides con los piñones, así la Naturaleza, eficiente dentro del desorden que no podía impedir en el corto plazo, frotaba y lustraba el paisaje con sus delicadas manos de oxígeno. Prevalecía un suave gris, producto de uno de los eclipses tan frecuentes en esa región. El viento se alejaba. El jinete salió del impasse con un suspiro. En fin. No debía de ser el único que esperaba que la guerra terminara y quedaran en el olvido sus grandes tedios.
Unos caballitos delgados, a lo lejos, negociaban con elegancia los pasadizos entre bosque y bosque. Los montaban guerreros reales a los que la distancia despojaba de tamaño y velocidad. De sus contornos mínimos escapaba la luz de la niebla sobre los lagos. Seguramente llevaban cualquier otra intención, pero parecía el cortejo de acompañamiento de un gran pájaro de espumas negras que se bamboleaba abriendo y cerrando las alas y la cola, caminando con la torpeza del ave que sólo era ágil y majestuosa en el cielo. El eco muy apagado traía gritos agudos, y la marcha coruscante de las cabalgaduras, bajo una mirada más atenta, se revelaba el perfil de dos caballos enfrentados enredando sus patas delanteras. No era un cortejo sino una escaramuza, la última del día. El pájaro negro, calculó por experiencia, debía de ser Cafulcurá desenrollando sus ponchos que siempre le impedían entrar en liza a tiempo.
El jinete solitario de la cornisa contemplaba la escena con desaliento. Cómo podía haber indios, se preguntaba, que se divirtieran con eso. Sin contar con que alguien podía salir herido. Emprendió el descenso a paso lento, calculando que llegaría al campamento al mismo tiempo que la compañía, si a los guerreros reales no los demoraban más de la cuenta esos episodios imaginarios. Aunque hablar de guerreros, y dotarlos de realidad, ya era una proeza de la imaginación. Los mapuches, en la etapa de su vida cordillerana, no tenían la disciplina ni la organización del espíritu militar. Precursores del ocio, cazadores remisos y de mala gana cuando apretaba el hambre, las operaciones nacionales no podían ser más ajenas a su espíritu. El joven jinete iba a su encuentro con la resignación del hábito y a sabiendas de que no era tan distinto de ellos, y que su individualismo podía no ser más que una jactancia.
El individualismo estaba implícito en su nombre, que en lengua mapuche significaba Juventud Eterna. Nombre tan positivo y optimista como poco realista. Aunque era joven (ya no tanto) no lo sería durante toda su vida, y la invocación a la Eternidad era una fanfarronada innecesaria. Sus padres habían querido proveerlo de un nombre talismán que lo acompañara en el arduo tránsito de la vida salvaje. Pero como solía suceder con los nombres propios, la costumbre diluía el significado y quedaba la denominación de la persona nada más, como si se llamara Pedro o Juan. Era sobrino de Cafulcurá, hijo de una de las hermanas del viejo cacique, y le habría correspondido un voto en el Consejo de Guerra, si se hubiera molestado en asistir a las reuniones. Pensó vagamente en hacerlo la próxima vez, y tratar de disuadir al tío y sus secuaces de sus locas movilizaciones.
Esto sucedía en las eras semilegendarias en que los mapuches vivían en la cordillera, antes de que Cafulcurá emprendiera la aventura imperial que lo llevaría a las pampas argentinas y a un contacto más cercano, y decididamente más conflictivo, con el hombre blanco. Esta época sería recordada como un dorado intervalo de paz y prosperidad, en los bosques y lagos y los laberintos de basalto, al pie de una majestuosa profusión de volcanes. Pero a ese intervalo no le faltaban intervalos a su vez. Mientras que la convivencia con los primos huiliches y hasta con los intratables tehuelches era pacífica, los vorogas, a cuyos cantos de sirena se debería el tránsito al Este en el futuro, los invitaban a frecuentes expediciones de guerra. Cafulcurá no rechazaba ninguna, y era el primero en desempolvar la chuza. Desoía los consejos de la familia y las machis, todos de acuerdo en que a su edad ya no estaba para cabalgatas y trasnochadas. Poseo, decía, la irónica certidumbre de sobrevivir. No es que corriera mucho peligro, en esas batallas de juguete que las más de las veces se resolvían en ecos. Pero el solo hecho de extraerse de la soñolienta rutina de la toldería lo predisponía a la tendinitis y el orzuelo. No había modo de disuadirlo. Decía que se aburría de no hacer nada. La experiencia parecía no haberle enseñado que es vano confiar en que el mañana va a proveer entretenimientos.
Este gran intervalo agujereado por pequeños y molestos intervalos se había prolongado por siglos. Algunas cosas se habían vuelto leyenda. A la realidad se la llevaba el tiempo, y el presente se volvía puras equivalencias y alegorías. Los intervalos mismos eran espejismos de la duración. El engaño era moneda corriente. Los humanos estaban expuestos a la sorna eterna del cielo. Los mapuches no eran la excepción, salvo que ellos también caían en la ley de las equivalencias y alegorías.
En el camino de regreso tuvo que soportar el ataque de uno de los demonios que soltaba el enemigo. No hizo nada para espantar al proyectil fantástico. Encontraba ridícula en sumo grado la gesticulación a la que inducían, los molinetes de brazos, el instintivo hundimiento de la cabeza en los hombros, los redireccionamientos de las vértebras, y sobre todo las miradas alarmadas barriendo un espacio inofensivo. Era un protocolo al que sus compañeros se prestaban sólo para mantener la comedia en marcha. El demonio era un núcleo oscuro flotante, uno de los tantos objetos gaseosos más livianos que el aire. La administración de los vientos en la atmósfera inferior les daba entidad. Las transformaciones del endriago eran interminables, fascinaban y distraían por igual, en las sucesivas etapas de su hervor. Se decía que los demonios lo podían todo, menos existir. Podían abrazar al indio sobre el que caían como mil serpientes, o rociarlo como una ducha de un millón de gotas de aceite gris. Sus movimientos se extinguían en diversas inmovilidades. Había quienes afirmaban que no eran más que el pelo largo que alborotaba el aire cuando el caballo tomaba velocidad.
El demonio que lo había atacado al desvanecerse se separó en fragmentos de formas intrincadas; esos demonios no se engendraban solos, eran una especie de artefacto; a éste habría tenido que armarlo alguien, en mil horas de labor paciente, haciendo coincidir todas sus partes, como un rompecabezas intangible. El esfuerzo y tiempo que debía costar ese ensamblado eran de los que cansan de sólo pensarlo. Pero lo hacían igual, seguramente por no tener nada mejor que hacer. Y ni siquiera quedaban restos, porque los demonios eran descartables, servían una sola vez, durante unos segundos apenas. Aunque decir que servían era casi una exageración generosa: no servían para nada, desde que habían dejado de asustar. Eterna Juventud, muy sensibilizado al uso del tiempo, se deprimía de puro pensarlo. Ya bastante había de efímero en la vida y el mundo para encima producir fugacidades artificiales e innecesarias. En ese sentido, y quizás sólo en ése, era un decidido materialista. Su inclinación natural lo había llevado al objeto sólido y tangible. Por eso ahuyentaba las ideas no bien empezaban a formarse en su cabeza: eran el humo que ocultaba los volúmenes reales de los objetos. Una idea valía menos que cualquier cosa que pudiera alzarse del suelo o descolgarse de un árbol. Sus connacionales, soñadores imprácticos, no pensaban como él, lo deducía de la fruición con que se dejaban arrastrar a la acción, que era la forma en que se manifestaba el pensamiento cuando se lo tomaban en serio. Y la acción, todo lo que pasaba, por ejemplo estas guerras que tanto los excitaban, también se deshacía en sus innumerables episodios, que no se podían volver a armar para hacer otras historias.
Su estado de ánimo se había agravado levemente. La inutilidad de todo lo que sucedía en los picnics bélicos lo llenaba de desazón. No era insensible a las bellezas
naturales que le salían al encuentro, todo lo contrario. Su sensibilidad afinada por el trato cotidiano con objetos pequeños le daba la capacidad de apreciar los encantos verdes de lo austral, los camarines que habitaba la flor, el espejo de los lagos. Otros habrían pagado sin regatear el precio de una guerra para tener el privilegio de esas contemplaciones. Pero él había superado el gusto innato que tenía por objeto las bellezas naturales, el perfume de la flor o el trino del pájaro; había accedido al estadio de los gustos adquiridos, y no había vuelta atrás.
Las legiones de demonios alados con las que atacaban los vorogas salían de las profundidades del inconsciente colectivo de una raza proclive a las más sombrías supersticiones. Pese al trabajo que daba confeccionarlos, esos volantines de guerra eran seres imperfectos, creados por una imaginación que no había tenido la constancia de llevar a término su trabajo. Pero sus defectos, y su temible falta de eficacia, no les quitaban presencia: a la velocidad del rayo podían extraerse de un soplo de aire y clavarse en el punto central de la pupila del enemigo. Sus alas desplegadas eran de un negro transparente, a la vez perfectamente negro y perfectamente transparente; a través de ellas habrían podido verse las constelaciones a pleno día, si no hubieran pasado tan rápido. La horrible jeta del demonio, mezcla de caballo y rata, los ojitos vaciados, la cresta de cintas con pegamento, todo el conjunto aterrorizante delataba la fantasía pueril del indio, que no concebía que se pudiera asustar con la belleza. Un millón de esos monstruos ocupaban el aire, volaban más rápido que el más rápido de los pájaros, y los acompañaba un millón de chillidos lejanos, el sonido separado de la visión. Que no existieran no les impedía andar volando por todas partes. En las regiones inexploradas de la precordillera las grandes serpientes de la Nada silbaban día y noche, creando avenidas de silencio para que circularan los hombres. Las pequeñas guerras que emprendían, casi como contratos llenos de cláusulas en jeroglíficos, eran arranques de ilusoria autodeterminación de muñecos. Los musgos y los líquenes, envueltos en las gasas de la niebla, proferían el dolor eterno de lo vegetal.
El escepticismo de los mapuches los dejaba inermes ante los seres fantásticos que ponían en juego los vorogas. Lo que a priori habría parecido una ventaja era todo lo contrario en los hechos. Si hubieran creído en esas pintorescas patrañas habrían tenido con qué responderles, por ejemplo con el terror. La cansada indiferencia que no tenían más remedio que ofrecerles hacía que demonios y lechiguanas proliferaran y se multiplicaran, como causas sin efecto. La incredulidad les venía de arriba. Cafulcurá había fundado su poder en el rechazo de las teofanías; sobre este rechazo había levantado una incalculable clasificación de la realidad. Y si bien la realidad podía producir algunos éxtasis específicos, limitaba la inteligencia a lo que se podía nombrar. Aunque salvajes, los indios no ignoraban que la lengua era un sistema convencional de signos que adoptaba una comunidad, no algo que se daba naturalmente. Ya fuera por ese resto de lo salvaje llamado nacionalismo, ya por otro motivo, tenían a su idioma, el mapuche franco, por el más completo. Se les antojaba que todos los demás dejaban cosas sin nombre, márgenes afantasmados del mundo por los que resbalaban hacia la guerra, la pobreza y el autoescarnio. La contracara de esta vanidad era cargar con un voluminoso diccionario (metafóricamente) que hacía peso sobre la conciencia. Era una carga de realismo. El hipotálamo y la improvisación libre hacían pagar caras sus prestaciones.
Legiones de demonios alados cubrían el cielo cuando se desataba la contienda, como un manto de sombra. La Naturaleza entera se ofendía de la intrusión, las conductas inmemoriales de los animales se alteraban, reinaba el sobresalto. Los pájaros y los insectos huían chillando, las ranas viraban al rojo, el agua se desintegraba. Los guanacos elegían a su rey, renunciando a su natural anarquía, y el rey elegía a sus visires. Las hormigas se metían bajo tierra, las liebres corrían carreras, los animalitos acorazados embestían a ciegas. La fragilidad del sistema general quedaba a la vista. Se lo tomaban con soberana indiferencia, pero alguna vez deberían preguntarse si no estaban jugando con fuego.
Como lo había calculado, llegó al punto de encuentro junto con la partida. Recibió la buena noticia de que el cacique, afectado por una molestia en el pie (cosa nada rara en él) daba por concluida la campaña; al día siguiente emprendían el regreso a la toldería. Beneficio marginal: como saldrían al amanecer, para llegar de día, debían dormirse temprano, y se ahorraban la prolongada velada de bebida y cantos. Se les fueron uniendo otros grupos que se habían dispersado por un motivo u otro, hasta que los mil quedaron reunidos alrededor de los alegres fuegos de espinillo, y tras una cena frugal tendieron los ponchos y se durmieron. Los incorregibles vorogas seguían mandando demonios, que giraban ociosos entre las estrellas. Bastaba el chistido de un búho para que sus formaciones se desbandaran.