Nota preliminar
A fines de noviembre de 1974 me llamó un amigo desde París y me dijo que Lotte Eisner estaba muy enferma y que probablemente moriría, a lo que yo dije que eso no podía ser, no en este momento, el cine alemán aún no podía prescindir de ella, no debíamos permitir que eso sucediera. Agarré una chaqueta, una brújula y un bolso con lo estrictamente necesario. Mis botas eran tan sólidas y nuevas que confiaba en ellas. Tomé el camino más recto hacia París, con la firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba a pie. Además, quería estar a solas conmigo.
Lo que escribí durante el viaje no estuvo pensado para lectores. Ahora, casi cuatro años más tarde, al volver a tomar en mis manos el pequeño anotador, me vi embargado por una rara emoción, y el deseo de mostrarles el texto también a otros, desconocidos para mí, pesó más que la timidez por abrir tanto la puerta a miradas extrañas. Solo suprimí algunos pasajes muy privados.
W. H.
Delft, Holanda, 24 de mayo de 1978.
Sábado, 23/11/74
Ya después de unos quinientos metros hice la primera parada en el hospital de Pasing, desde donde quería doblar hacia el oeste. Con la brújula marqué el rumbo hacia París, ahora lo sé. Achternbusch había saltado desde la combi Volkswagen en movimiento, no le importó y enseguida volvió a saltar, ahí se quebró una pierna y ahora yace en el pabellón cinco.
El problema, le dije, va a ser el río Lech, porque lo atraviesan muy pocos puentes. ¿Lo cruzarán a uno los pobladores en sus botes de remo? Herbert me tira unas cartas diminutas del tamaño de la uña del pulgar, dos series de cinco cartas cada una, pero no sabe cómo interpretarlas porque no encuentra la hoja con las instrucciones. Entre las cartas están The Devil y en la segunda fila The Hanged Man, colgado al revés.
Sol, como en un día de primavera, esa es la sorpresa. ¿Cómo salir de Münich? ¿Qué tiene ocupada a la gente? ¿Las casas rodantes, los vehículos chocados que se compran al por mayor, los lavaderos de autos? Reflexionar sobre mi persona saca una cosa a la luz: el resto del mundo rima.
Un único pensamiento omnipresente: irse de acá. Las personas me dan miedo. Nuestra Eisner no debe morir, no va a morir, yo no lo permito. No morirá, no. No ahora, no lo tiene permitido. No, no va a morir porque no está muriendo. Mis pasos son firmes. Y ahora tiembla la tierra. Cuando yo camino, camina un bisonte. Cuando descanso, reposa una montaña. ¡Cuidadito! No lo tiene permitido. No lo hará. Cuando llegue a París, ella estará con vida. No será de otra manera porque no está permitido que lo sea. Ella no tiene permitido morir. Más tarde tal vez, cuando nosotros lo autoricemos.
Sobre un campo llovido un hombre agarra a una mujer. El césped está aplastado y sucio.
La pantorrilla derecha quizá me dé problemas, también posiblemente la bota izquierda, adelante contra el empeine. Son tantas las cosas que a uno se le cruzan por la cabeza al caminar; el cerebro enfurece. Ahora un casi accidente poquito más adelante. Los mapas son mi pasión. Empiezan los partidos de fútbol, se traza la línea del medio sobre canchas aradas. Banderas del Bayern en la estación de trenes urbanos de Aubing (¿o Germering?). El tren arremolinó papeles secos al partir; el revoloteo duró bastante, luego el tren se había ido. En mi mano sentía aún la pequeña mano de mi pequeño hijo, esa rara manito en la que el pulgar se deja doblar en contra de la articulación de manera tan peculiar. Miré el remolino de papeles y mi corazón quiso partirse. Lentamente van siendo las dos.
Germering, tabernas, chicos que toman la primera comunión; una orquesta de vientos, la camarera lleva tortas y la mesa de los habitués intenta arrebatarle algo. Caminos romanos, fortificaciones celtas, la fantasía trabaja duro. Tarde de sábado, las madres con sus hijos. ¿Cómo se ven de verdad los chicos jugando? No así, como en las películas. Se necesitarían binoculares.
Todo esto es muy nuevo, un nuevo pedazo de vida. Hace un momento estaba parado sobre un puente, y abajo un tramo de la autopista a Augsburg. Desde el auto veo a veces a la gente parada sobre un puente mirando la autopista: ahora soy uno de ellos. La segunda cerveza me baja hasta las rodillas. Un joven extiende un cartel de cartón con un hilo entre dos mesas y sujeta las puntas de la cuerda con cinta adhesiva. La mesa de los habitués grita: “¡Desvío!”. “¿Ustedes quiénes se creen que son?”, dice la camarera, luego arranca de nuevo la música muy fuerte. A la mesa de los habitués le gustaría ver que el joven le metiera la mano debajo de la falda a la muchacha, pero él no se anima.
Solo si fuera una película creería que todo esto es real.
Dónde voy a dormir es algo que no me preocupa. Un hombre en relucientes pantalones de cuero camina hacia el este. “¡Katharina!”, grita la camarera, sosteniendo a la altura del muslo una bandeja con un budín. Grita en dirección al sur; a eso yo le presto atención. “¡Valente!”, responde gritando uno de la mesa de los habitués. Con eso la mesa se alegra. Un hombre de la mesa de al lado a quien tomé por campesino de pronto se revela, con el delantal verde puesto, como el tabernero. De a poco me voy emborrachando. Una mesa cercana me desconcierta cada vez más porque están las tazas, los platos y las tortas pero absolutamente nadie sentado alrededor. ¿Por qué no hay nadie? La sal gruesa de los pretzel me entusiasma tanto que no puedo expresarlo. Ahora todo el local mira en una dirección, aunque ahí no haya nada. Tras estos pocos kilómetros a pie sé que no estoy cuerdo; la certeza me viene desde las suelas. El que no la tiene en la punta de la lengua, la tiene en la punta de la suela. Noto que delante de la taberna había un hombre flaco en silla de ruedas, pero que no estaba paralítico sino que era un cretino, y lo empujaba una mujer que se me borró de la memoria. Las lámparas cuelgan de un yugo para bueyes. En la nieve, detrás del San Bernardino, casi choco con un ciervo. ¿Quién se hubiera esperado ahí un venado, un enorme venado? Con los valles vuelvo a recordar las truchas. Quisiera decir que la tropa avanza, que la tropa está cansada, que la jornada ha sido cumplida. El tabernero del delantal verde debe ser casi ciego, por cómo inclina la cara a solo centímetros del menú. No puede ser un campesino, porque es casi ciego. Es el patrón de la taberna, sí. La luz se enciende acá adentro, lo que significa que el día afuera está por terminar. Un chico con chaqueta, increíblemente triste, toma Coca atascado entre dos adultos; aplausos ahora para la orquesta. Bien está lo que bien acaba, dice el patrón en el silencio.
Afuera, en el frío, las primeras vacas; eso me emociona. Hay asfalto alrededor del estercolero que humea, dos chicas andan por ahí en patines. Un gato negro azabache. Dos italianos empujan juntos una rueda. ¡Este fuerte olor de los campos! Cuervos que vuelan hacia el este, con el sol bien bajo por detrás. Campos pesados y húmedos, bosques, mucha gente a pie. Un ovejero echa vapor por el hocico. Alling, cinco kilómetros. Por primera vez, miedo a los autos. Sobre el campo han quemado revistas. Ruidos, parece como si repicaran las campanas en los campanarios. La niebla desciende más todavía, bruma. Me quedo parado entre los campos. Pasan traqueteando jóvenes campesinos en ciclomotor. Bien a la derecha, en el horizonte, hay demasiados autos porque todavía se está jugando el partido de fútbol. Escucho cuervos, pero en mí crece un rechazo. ¡No alzar la vista! ¡Que hagan ruido! ¡No obsequiarles ni una mirada, no alzar la vista de la hoja! ¡No, negativo! ¡Los cuervos, que hagan lo que quieran! ¡No voy a mirar ahora! Un guante empapado por la lluvia en el campo y agua fría en las huellas del tractor. Los adolescentes en sus ciclomotores avanzan sincrónicamente hacia la muerte. A la memoria me vienen nabos no cosechados, pero juro por Dios que no hay nabos sin cosechar a mi alrededor. Un tractor inmenso y amenazador se me viene encima, quiere venirse encima mío, busca aplastarme, pero yo resisto. Me prestan apoyo a mi lado trozos de telgopor blanco de un embalaje. A través de los campos arados escucho conversaciones muy lejanas. Hay un bosque, negro y rígido. La luna traslúcida está a medio camino a mi izquierda, o sea hacia el sur.
Por todas partes hay aún aviones monomotor, aprovechando la tarde antes de que llegue el cuco. Diez pasos más adelante: el cuco llega el día de nunca jamás. Acá donde estoy parado hay un poste de señalización caído, negro y naranja, cuya punta indica el noreste. En el bosque, siluetas muy tranquilas acompañadas por perros. La zona que atravieso apesta a rabia. Si estuviera sentado en uno de los silenciosos aviones que pasan por acá arriba, en una hora y media llegaría a París. ¿Quién está cortando leña? ¿Suena el reloj de una torre? Bueno, sigamos.
Hasta qué punto nos hemos convertido en los autos en los que vamos sentados es algo que se ve en las caras. La tropa descansa con la pierna izquierda sobre el follaje podrido. Se me impone el endrino, quiero decir como palabra: –endrino. Pero en vez de eso yace ahí la llanta de una bicicleta, sin cámara, con corazones rojos pintados alrededor. Por las huellas veo que en esta curva se han extraviado algunos autos. Pasa caminando un hostal de montaña, grande como un cuartel. Hay allí un perro, un monstruo, un ternero. Enseguida sé que me va a atacar, pero por suerte se abre la puerta y el ternero la atraviesa en silencio. Entran en cuadro las piedritas, luego se pierden bajo las suelas, delante de las cuales podían observarse movimientos en la tierra. Chicas menores de edad en minifaldas terminan de arreglarse para subirse a los ciclomotores de otros chicos menores de edad. Dejo pasar a una familia; la hija se llama Esther. Un campo de trigo no cosechado, invernal, ceniciento, que crepita, y sin embargo no hay viento. Es un campo llamado Muerte. Encontré en el piso un pedazo de papel artesanal blanco, empapado de humedad, y lo levanté, ávido por poder leer algo en la cara que estaba apoyada sobre el campo mojado. Sí, estaría escrito. Ahora que el papel está vacío, ninguna decepción.
En lo de los campesinos Döttel han cerrado todo. Un cajón de cerveza con botellas vacías espera al recolector al costado del camino. Si el ovejero –o mejor dicho: ¡el lobo!– no deseara tanto mi sangre, me contentaría por esta noche con su cucha, que adentro tiene heno. Se acerca una bicicleta, y cada vez que el pedal completa una vuelta pega contra el protector de la cadena. A mi lado corren los guardarrailes; arriba, la electricidad, que ahora crepita de tensión sobre mi cabeza. Esta colina no invita a nadie a nada. Allí abajo, un pueblo anida en sus propias luces. Lejos, a la derecha, casi silenciosa, debe haber una calle animada. Conos de luz, ni un sonido.
Cómo me asusté al forzar una capilla antes de llegar a Alling. Quería ver si podía dormir ahí adentro, pero me encontré con una señora que rezaba acompañada de un San Bernardo. Los dos cipreses que tenía adelante hicieron que mis temores me bajaran por los pies y se perdieran en lo insondable. En Alling ya no hay ningún restaurante abierto. Anduve husmeando alrededor del oscuro cementerio, luego junto a la cancha de fútbol, después al lado de un edificio nuevo que tiene las ventanas cubiertas con plásticos. Alguien nota mi presencia. Saliendo de Alling, un pantano, sospecho chozas de adobe. Espanto unos mirlos de un arbusto, una gran bandada asustada que se desvanece en la oscuridad. La curiosidad me lleva al lugar correcto, una casa de fin de semana, jardín cerrado, puentecito sobre el estanque; está bajo llave. Lo hago de la manera directa que aprendí de Joschi. Primero reventar una persiana, después hacer astillas un vidrio y ya estoy adentro. Hay un banco esquinero y gruesas velas decorativas, aunque prenden; cama no hay, pero sí alfombras mullidas, dos almohadones y una botella de cerveza todavía sin beber. Un sello rojo de cera en una esquina. Un mantel con un diseño moderno de principios de los años cincuenta. Arriba de eso, un crucigrama apenas resuelto en una décima parte, aunque los garabatos al margen revelan que ya habían probado todas las palabras. Resueltas están: ¿cobertura de cabeza? Sombrero. ¿Vino espumoso? Champán. ¿Para comunicarse a distancia? Teléfono. Resuelvo el resto y lo dejo como souvenir sobre la mesa. Es un lugar magnífico, alejado de todo. Ah, sí, ahí dice ¿oblongo, redondo?, vertical, cuatro letras, termina con la L de teléfono, horizontal; no se halló la solución, pero la primera letra, la primera casilla, está remarcada varias veces con un bolígrafo. Una mujer que caminaba con una jarra de leche por una calle nocturna del pueblo siguió ocupando mis pensamientos largo rato. Los pies están bien. ¿Habrá truchas en el estanque?
Domingo, 24/11/74
Afuera hay niebla, un frío indeciblemente helado. Sobre el estanque flota una membrana de hielo. Los pájaros se despiertan; ruidos. En el puentecito mis pasos suenan huecos. Me sequé la cara en la cabaña con una toalla que estaba ahí colgada; olía tan fuerte a transpiración que voy a llevar el olor conmigo todo el día. Primeros problemas con las botas, todavía son tan nuevas que me aprietan. Trato con un poco de gomaespuma, cuido cada movimiento como un animal, y creo que también tengo pensamientos de animal. Adentro, junto a la puerta, cuelga un timbre: tres pequeños cencerros atados entre sí, con un badajo en el medio y un fleco para tirar. Para comer, dos barritas Nuts; tal vez hoy llegue al Lech. Gran cantidad de cornejas me acompañan en la niebla. Un campesino transporta estiércol un domingo. Graznidos en la niebla. Las huellas de