PRÓLOGO
Ariel Magnus
Desde que Teofrasto, el discípulo de Aristóteles, se hizo cargo de clasificar los tipos de personas que predominaban entre sus congéneres, muchas épocas y regiones produjeron sutiles observadores abocados, en distintos formatos, a plasmar un cuadro de actualidad por intermedio de sus personajes más pintorescos. En Argentina, nadie lo hizo mejor ni más abarcadoramente que Roberto Godofredo Christophersen Arlt.
Así reveló que se llamaba en una de sus primeras columnas de Aguafuertes porteñas en el diario El Mundo. Aún debía presentarse, porque era 1928 y solo había publicado su breve novela de iniciación El juguete rabioso (1926), aparte de algunos cuentos en revistas. Empezaba también a producir obras de teatro, pero faltaba que vieran la luz Los siete locos (1929) y Los Lanzallamas (1931), la gran novela en dos partes que llegó a escribir antes de morir a los 42 años.
Su columna en el recientemente creado El Mundo hizo explotar la fama de este treintañero entre el gran público lector. Pero también potenció las ventas del periódico, del que enseguida se convirtió en el periodista estrella. Cinco años más tarde salía la primera compilación de sus textos periodísticos en forma de libro, y desde entonces que no han dejado de circular en distintas ediciones y países.
Las notas de Arlt, aunque siempre atentas al contexto, ahorraban en actualidad, y es por eso que han durado hasta el día de hoy. Esta cualidad, propia de la literatura más que del periodismo, se aprecia sobre todo en los retratos, en los que cualquier argentino –cualquier habitante de una gran ciudad, en rigor– se puede seguir reconociendo casi un siglo más tarde. Arlt no era discípulo de Aristóteles, de modo que no los realizó de manera sistemática ni los publicó en serie. Sin embargo, dentro del conjunto de sus estampas forman el grupo más rico y diferenciado. Al seleccionarlos y reunirlos, como se hace aquí por primera vez, queda a la vista que catalogar a sus congéneres fue una de las tareas que se propuso, y la que más disfrutó.
La clave de este disfrute, que se transmite intacto al lector, radica en la profunda empatía que establece Arlt con estos personajes, aun con los que merecen su entusiasmado desprecio. Son los que luego poblarán sus novelas, los conoce de primera mano y en los que no deja de reconocerse una y otra vez él mismo. Con su mirada tan analítica como compasiva, Arlt admite –y nos señala– que hasta en el más oscuro truhan hay algo que nos identifica con él. No puede ser otro el resultado de una caracterología que parte de la propia experiencia y busca fijar su entorno inmediato. Con sus puntos ciegos por efecto de la cercanía, la mirada más aguda sigue siendo la que ni intenta ocultar su subjetividad, la que se hace desde adentro.
Como todos los personajes de una ciudad, tampoco los porteños pueden ser disociados de su idioma, y es por eso que este estudioso de su vida cotidiana recurre al lunfardo para describirlos (y, de yapa, describe al lunfardo). A esta decisión inaudita y visionaria le deben los textos su fuerza expresiva, pues se desenvuelven no solo dentro del vocabulario y las expresiones de sus habitantes, sino también a su ritmo y con sus estructuras de pensamiento. Mucho de este lenguaje es ajeno incluso a las nuevas generaciones de argentinos, pero el gesto no dejó de hacer escuela y hoy lo único raro son las comillas que se sintió en la obligación de usar Arlt en su momento, como tomando con pinzas su propio idioma y aun la idea de utilizarlo libremente.
Algunas notas al pie ayudan aquí a salvar esta distancia idiomática, en casos en que el sentido de la palabra resulta difícil de comprender en el contexto de la crónica. Lo mismo corre para los nuevos títulos que reciben algunas de las Aguafuertes seleccionadas, pensados para resaltar su cercanía mutua dentro del conjunto. En general, la idea de esta edición es la de llevar la literatura de Arlt hacia otras latitudes, con el convencimiento de que el único argentinismo grave es creer que estos caracteres porteños no existen a su modo en todas las ciudades del mundo, sin comillas.
EL CHICO QUE NACIÓ VIEJO
Caminaba hoy por la calle Rivadavia, a la altura de Membrillar, cuando vi en una esquina a un muchacho con cara de “jovie”; la punta de los faldones del gabán tocándole los zapatos, las manos sepultadas en el bolsillo, el “fungi” abollado y la grandota nariz pálida como lloviéndole sobre el mentón. Parecía un viejo, y sin embargo no tendría más de veinte años… Digo veinte años y diría cincuenta, porque esos eran los que representaba con su esgunfiamiento de mascarón chino y sus ojos enturbiados como los de un antiguo lavaplatos. Y me hizo acordar de un montón de cosas, incluso de los chicos que nacieron viejos, que en la escuela ya…
Esos pebetes… esos viejos pebetes que en la escuela llamábamos “ganchudos” –¿Por qué nacerán chicos que desde los cinco años demuestran una pavorosa seriedad de ancianos?– y que concurren a la clase con los cuadernos perfectamente forrados y el libro sin dobladuras en las páginas.
Podría asegurar, sin exageración, que si queremos saber cuál será el destino de un chico no tendremos nada más que revisar su cuaderno, y eso nos servirá para profetizar su destino.
Problema brutal e inexplicable porque uno no puede saber qué diablos es lo que tendrá ese nene en el “mate”; ese nene que a los quince años va al primer año del Colegio Nacional enfundado en un sobretodo y que hasta mezquino y tacaño de sonrisa resulta, y después, algunos años más tarde, lo encontramos y siempre serio nos bate3 que estudia de escribano o de abogado, y se recibe, y sigue serio, y está de novio y continúa grave como Digesto Municipal; y se casa, y el día que se casa, cualquiera diría que asiste al fallecimiento de un señor que dejó de pagarle los honorarios…
No se hicieron la rata. ¡Nunca se hicieron la rata! Ni en el colegio ni en el Nacional. De más está decir que jamás perdieron una tarde en el café de la esquina jugando al billar. No. Cuando menos o cuando más, o a lo más, las diversiones que se permitieron fue acompañar a las hermanas al cine, no todos los días, sino de vez en cuando.
Pero el problema no es este de si cuando grandes jugaron o no al billar, sino por qué nacieron serios. Los culpables, ¿quiénes son; el padre o la madre? Porque hay purretes que son alegres, joviales y burlones, y otros que ni por broma sonríen; chicos que parecen estar embutidos en la negrura de un traje curialesco, chicos que tienen algo de sótano de una carbonería complicado con la afectuosidad de un verdugo en decadencia. ¿A quiénes hay que interrogar?, ¿a los padres o a las madres?
Fijándose un poco en los susodichos nenes, se observa que carecen de alegría como si los padres, cuando los encargaron a París, hubieran estado pensando en cosas amargas y aburridas. De otra forma no se explica esa vida esgunfiada que los chicos almacenan como un veneno echado a perder.
Y tan echado a perder que pasan entre las cosas más bonitas de la creación con gesto enfurruñado. Son tipos que únicamente gustan de las mujeres, del mismo modo que los cerdos de las trufas, y sacándolos de eso no baten ni medio.
Sin embargo las teorías más complicadas fallan cuando se trata de explicar la psicología de estos menores. Hay señoras que dicen, refiriéndose a un hijo desabrido:
–Yo no sé a “quién” sale tan serio. Al padre, no puede ser, porque el padre es un badulaque de marca mayor. ¿A mí? A mí tampoco.
Chicos pavorosos y tétricos. Chicos que no leyeron nunca El corsario negro, ni Sandokán. Chicos que jamás se enamoraron de la maestra (tengo que escribir una nota sobre los chicos que se enamoran de la maestra); chicos que tienen una prematura gravedad de escribano mayor; chicos que no dicen malas palabras y que hacen sus deberes con la punta de la lengua entre los dientes; chicos que siempre entraron a la escuela con los zapatos perfectamente lustrados y las uñas limpias y los dientes lavados; chicos que en la fiesta de fin de año son el orgullo de las maestras que los exhiben con sus peinados a la cola y gomina; chicos que declaman con énfasis reglamentado y protocolar el verso A mi bandera; chicos de buenas calificaciones; chicos que del Nacional van a la Universidad, y de la Universidad al Estudio, y del Estudio a los Tribunales, y de los Tribunales a un hogar congelado con esposa honesta, y del hogar con esposa honesta y un hijo bandido que hace versos, a la Chacarita… ¿Para qué habrán nacido estos hombres serios? ¿Se puede saber? ¿Para qué habrán nacido estos menores graves, estos colegiales adustos?
Misterio. Misterio.
EL HOMBRE DE LA CAMISETA CALADA (Y LA PLANCHADORA)
Yo lo llamaría el Guardián del Umbral. Cierto es que los que se dedican a las ciencias ocultas entienden por Guardián del Umbral a un fantasma recio y terribilísimo que se le aparece en el plano astral al estudiante que quiere conocer los misterios del más allá, pero mi guardián del umbral tiene otras cataduras, otros modales, otro savoir faire.
¿Quién no lo ha visto? ¿Cuál es el ciego mortal que no ha advertido al guardián del umbral, al hombre de la camiseta calada? ¿Dónde pernocta el ciego mortal que no ha notado todavía al ciudadano que plancha el umbral, para que yo se lo muestre vivo y coleando?
Es uno de los infinitos matices ornamentales de nuestra ciudad; es el hombre de la camiseta calada. Dios hizo a la planchadora, y en cuanto la planchadora salió de entre sus manos divinas, con una cesta bajo el brazo, Dios diligente y sabio, fabricó a continuación al Guardián del Umbral, al hombre de la camiseta calada.
Porque todos los legítimos esposos de las planchadoras usan camisetas caladas. Y no trabajan. Cierto es que buscan trabajo, y que ellas se acostumbran a que él trabaje de buscar trabajo; pero el caso es este: usan camiseta calada y hacen la guardia en el umbral. ¿Quién no lo ha visto pasar?
Por lo general las planchadoras viven en esas casas que, en vez de tener un jardín al frente, tienen un muro, disfraz de tapial y conato de medianera donde se puede leer: Taller de lavado y planchado. Luego una escalerita de mármol sucio y en el último peldaño, solitario, en mangas de camiseta calada erguidos los mostachos, cetrina la facha, renegrida la melena, agria la pupila, calzando alpargatas, está sentado el Guardián del Umbral, el legítimo esposo de la planchadora.
¡Cuándo aparecerá el Charles Luis Phillipe que describa nuestro arrabal tal cual es! ¡Cuándo aparecerá el Quevedo de nuestras costumbres, el Mateo Alemán de nuestra picardía, el Hurtado de Mendoza de nuestra vagancia!
Entretanto démosle a la Underwood.
La planchadora se casó con el hombre de la camiseta calada cuando era joven y linda. ¡Qué guapa y linda era entonces! Labios como flor de granada y trenza abundosa. Bajo el brazo la cesta envuelta en media sábana.
Él también era un guapo mozo. Tocaba la guitarra que era un primor. Vivían en el conventillo. El mozo pensó bien antes de decidirse: la madre de la muchacha tenía el taller. Pensó tan bien que después de un amorío con guitarra y versitos del extinto Picaflor Porteño, se casaron como Dios manda. Hubo baile, felicitaciones, regalos de bazar y la “vieja” enjugó una lágrima. Cierto es que el muchacho no es malo, pero le gusta tan poco trabajar… Y las viejas que hacían círculo en torno de la damnificada comentaron:
–¡Qué se le va a hacer, señora! Los jóvenes de hoy son así…
Y sí, son tan así que a la semana de haberse casado, el hombre de la camiseta calada empezó a alegar que a él los jefes le tenían envidia y que por eso no se mantenía fijo en ningún trabajo y luego le espetó a la suegra que el trabajo que le querían dar no estaba en consonancia con su “abolengo”, y la vieja, que se moría por lo del abolengo, porque había sido cocinera de un general de las campañas del desierto, le aceptó, refunfuñando al principio, y así, un día y otro, el hombre de la camiseta calada le fue esquivando el cuerpo al trabajo, y cuando se acordaron madre e hija ya era tarde; él se había apoderado del umbral. ¿Quién lo sacaría de allí?
Había tomado jurídica y prácticamente posesión del umbral. Se había convertido automáticamente en Guardián del Umbral.
Desde entonces, todas las mañanas de primavera y de verano se le pudo contemplar, sentado en el escalón de mármol de tierra romana del conventillo, impasible, solitario; el ala del sombrero sombreándole la frente, el torso convenientemente ventilado por los agujeros de su camiseta calada, el pantalón negro sostenido por un cinturón, las alpargatas aplastadas por los calcañares.
Mañana tras mañana. Crepúsculo tras crepúsculo. ¡Qué linda vida la de este ciudadano! Se levanta por la mañana tempranito y le ceba un mate a la damnificada, diciéndole; “¿Te das cuenta que buen marido soy yo?”. Luego de haber mateado a gusto, y cuando el solcito se levanta, va al almacén de la esquina a tomar una cañita, y de allí tonificado el cuerpo y entonada el alma, toma otros mates, pulula por el taller de lavado y planchado para saludar a las “oficialas” y más tarde se planta en el umbral.
A la tarde duerme su siestecita, mientras su legítima esposa se desloma en la plancha. Y bien descansado, lustroso, se levanta a las cuatro, toma otros mates y vuelta al umbral, a sentarse, a mirar pasar la gente y darse esos interminables baños de vagancia que lo hacen cada vez más silencioso y filosófico.
Porque el hombre de la camiseta calada es filósofo. Bien lo dice su mujer:
–Tiene una cabeza… pero…
Ese “pero” lo dice todo. Nuestro filosofante es el Sócrates del conventillo. Él es el que interviene cuando se producen esos líos descomunales; él es quien consuela al marido burlado, con dos frases de un Martín Fierro de leyenda; él es quien convence a un calabrés de que no cometa un homicidio complicado con el agravante del filicidio; él es quien, en presencia de una desgracia, exclama siempre patéticamente:
–Hay que resignarse, señora. La vida es así. Tome ejemplo de mí. Yo no me aflijo por nada.
Habla poco y sesudamente. Tiene la sabiduría de la vida y la sapiencia que concede la vagancia contumaz y alevosa y por eso es en todo conventillo, con su camiseta calada y su guardia en el umbral, el matiz más pintoresco de nuestra urbe.