PRÓLOGO
Eduardo Santa Cruz A.
El país del que nos habla el presente texto es el que se puede denominar como el país liberal oligárquico, que desde las décadas finales del siglo XIX plasmó una estructura política, económica, social y cultural que expresaba la plena instauración del capitalismo como signo de la inclusión del país en la modernidad. El profundo proceso de transformaciones estructurales que en todos los ámbitos se pusieron en marcha hizo extender en la elite oligárquica la sensación de haber logrado dar al país un orden que inevitablemente iba a conducirlo a un futuro de progreso, especialmente después de las difíciles coyunturas históricas que significaron la Guerra del Pacífico (1879-1883) y la Guerra Civil (1891).
El desarrollo capitalista modernizador abierto en esos años asumió particulares perfiles, lo cual implicaba que tuviera un rol predominante el capital comercial-financiero, concentrado en un conjunto de compañías extranjeras, particularmente inglesas. Este proceso tuvo así un techo de crecimiento imposible de superar, dada su propia configuración estructural, que ubicaba en su cima al conglomerado capitalista extranjero que –en el análisis de Gabriel Salazar– controlaba todos los ámbitos de la economía.
Un segundo fenómeno es la plena hegemonía que alcanzó el ideario liberal. La división oligárquica entre un campo liberal y otro conservador no significó, más allá incluso de la intensidad de sus conflictos, una escisión radical y estructural al interior del bloque dominante. Lo anterior implicaba, entre otras cosas, que los fines de la organización social no estaban en discusión: eran la modernización y el progreso, sobre la base de la plena inclusión en la economía y la cultura, especialmente europea.
Se trataba de ciertos consensos básicos al interior de la elite, especialmente en el terreno económico. La hegemonía del pensamiento liberal, marcada por un fuerte carácter universalista y cosmopolita, generó a nivel de la cultura cotidiana de la elite nuevas costumbres y formas de vida. Esta se apropió de los cánones de la cultura europea, en especial inglesa y francesa, cerrándose sobre sí misma. Se generó así un tipo de sociedad rígidamente elitista y jerarquizada, en la que ni el tipo de economía y de crecimiento económico, ni el tipo de Estado y de desarrollo político emprendido, reconocían a la gran mayoría de la población otro papel que no fuera el de clases subalternas, brazos desde el punto de vista económico y masas sin participación activa desde el punto de vista político, al decir de Carmagnani.
La sociedad chilena, con todas sus particularidades y complejidades, asumió un rasgo común a los procesos de modernización, cual es el hecho de que la cultura desplaza su centro de la esfera privada hacia la esfera pública. Junto con ello, desde finales del siglo XIX emergió un mercado informativo y cultural moderno, que incluyó un plano diferenciado de desarrollo de una esfera pública plebeya y popular, en la que los procesos de constitución de identidades colectivas se entrecruzaban con su incorporación al naciente mercado cultural de masas. Desde este ámbito se estimuló la lucha por la emergencia de una cultura popular masiva, que reivindicaba la plena visibilidad y legitimidad de su carta de ciudadanía, lo que se expresó en la llamada prensa obrera.
Se puede afirmar, entonces, que se habían creado las condiciones para la aparición de una auténtica prensa de empresa, que es la consumación de la libertad de prensa, en el marco del pensamiento liberal. Entre esas condiciones citadas se encontraban el crecimiento de las ciudades y su población urbana, el desarrollo del aparato educacional y la reducción del analfabetismo, los avances tecnológicos en la imprenta y un marco legal suficientemente permisivo como para hacer atractiva la inversión de capitales en el negocio informativo, cuestión asegurada por la ley de imprenta liberal de 1872.
En esa perspectiva, hacia los años 20, el teatro, el cine, el circo, los espectáculos de variedades, el deporte en tanto espectáculo (especialmente el box y el fútbol), una gran variedad de publicaciones escritas (diarios y revistas de diverso cariz) y la aparición de las primeras formas de publicidad de masas nos hablan de un entorno cultural y comunicacional desde el cual circulaba un conjunto de estrategias discursivas que apuntaban a la construcción de un sentido común y un imaginario de país y sociedad. A la vez, este entorno cumple con ciertas funciones generales de la industria cultural moderna, tales como la vulgarización del conocimiento científico, la difusión de las novedades tecnológicas y la incorporación de la iconicidad, usando básicamente la fotografía, en tanto lenguaje.
Todo ello, por cierto, en el marco particular de la crisis que vive la sociedad chilena al acercarse el año 1920.
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La mencionada ley de imprenta de 1872 permitió crear las condiciones de legitimidad institucional necesarias para que se instalaran proyectos periodísticos que apuntaban a una prensa de empresa. La modernización en el ámbito de las comunicaciones tiene como componente importante la diversificación de medios. Ello expresa la articulación de dos fenómenos interconectados y que se retroalimentan mutuamente: el desarrollo de las tecnologías comunicacionales que van permitiendo masificar reproductivamente el uso de variados códigos y formatos, y el desarrollo creciente de públicos con algún grado de especialización en sus demandas e intereses culturales.
La diversificación de periódicos se venía manifestando desde mediados del siglo XIX. En primer término, cabe mencionar revistas y periódicos de carácter literario y cultural que, si bien también tenían el propósito de difundir puntos de vista doctrinarios e ideológicos, lo hacían sin intervenir directamente en las coyunturas políticas. Ejemplo de lo anterior son la Revista Ilustrada, la Revista Literaria o La República Literaria.
En ese contexto, Carlos Ossandón da cuenta de la aparición de un modelo periodístico a medio camino entre la prensa doctrinaria de la primera mitad del siglo y el modelo liberal informativo que se fue abriendo camino en las últimas décadas del diecinueve. El primer exponente destacado sería El Correo Literario, fundado en 1858 y que circuló con intermitencia hasta 1867. Esta publicación instaló un espacio distante del poder y los partidos, intencionadamente más cercano a lo que define como un “interés público”.
Por otro lado, asoma el modelo de prensa satírico-política, que interviene directa y combativamente en las coyunturas políticas utilizando el humor como arma. Ricardo Donoso entrega una completa reseña de este tipo de prensa a lo largo del siglo.
Junto a ellos hay que agregar la llamada prensa mercantil, orientada fundamentalmente a la información económica. De esta última surgió El Mercurio de Valparaíso. Fundado en 1827, logró consolidar un nivel de ventas que otros periódicos de la época nunca lograron. Su relativa autonomía del subsidio gubernamental le permitió también construir una posición política de cierta equidistancia ante la lucha política inmediata, pasando de opositor a gobiernista y viceversa, más bien por el énfasis en ocupar un lugar determinado en la defensa del orden. Esto último se dio más especialmente después de su adquisición, en 1842, por el empresario español Santos Tornero, en alguna medida prototipo en la época del emergente empresario periodístico.
Periódicos como El Duende (1845) y El Pueblo (1846), del tipógrafo Santiago Ramos, pueden ser citados como unas de las primeras voces significativas, aunque todavía marginales, de sectores populares urbanos. Asimismo, cabe mencionar las posteriores experiencias de El Precursor (1882) y La Razón (1884-1885), como también la Lira y Poesía Popular, si bien no reductible al ámbito exclusivo de la prensa.
En todo caso, el diario más importante de la época fue El Ferrocarril –del que se incluye una crónica sobre el suicidio del presidente José Manuel Balmaceda–, concentrado en generar debates sobre temas y problemas relacionados con la construcción de un país moderno. En ese sentido, despunta, aunque en embrión todavía, un tipo de prensa que se coloca a medio camino entre el Estado y una opinión pública interesada en formar ya no tribuna simplemente para la propagación de un ideario que tiene su origen en otro lugar de la sociedad.
Dichos procesos se desarrollaron aun cruzando estructuralmente determinadas coyunturas de conflicto político tan cruciales como la Guerra Civil de 1891, en que la prensa pareció recuperar el carácter de trinchera de difusión y lucha doctrinaria que predominó décadas antes. Prueba de ello es la tendenciosa crónica de El Sur, incluida en este volumen, sobre la inauguración del viaducto del Malleco por parte del presidente Balmaceda.
A la creciente configuración de un público lector masivo se unió un conjunto de innovaciones tecnológicas que se sucedieron unas a otras, tales como la imprenta a vapor, el telégrafo, los cables submarinos, la linotipia y, a finales de siglo, el teléfono y el uso de la electricidad. Estos recursos, a los que se unieron nuevos medios de transporte como la navegación a vapor y el ferrocarril, crearon las condiciones para que emergiera una nueva forma de hacer periodismo.
De este modo, hacia fines del siglo XIX, los periódicos se esforzaban por ampliar su tiraje e introducir novedades para atraer a un público que se disputaban en un mercado. En Francia e Inglaterra aparecieron las agencias de noticias (Havas y Reuters, respectivamente), las que en 1882 comenzaron a transmitir noticias a países latinoamericanos. Por otra parte, comenzó el uso de la ilustración y la fotografía, y dado que la prensa ahora dependía cada vez menos del aporte de personalidades o de la protección oficial para financiarse, también apareció el aviso publicitario, el que, en un sistema de prensa de mercado, constituye el mecanismo fundamental para la permanencia y éxito del negocio.
Este último factor provocó también otro fenómeno de cambio en las propias prácticas y rutinas periodísticas, ya que la competencia entre periódicos estimuló el lenguaje comunicacional, a la vez que modificó los géneros periodísticos tradicionales, en tanto forma de producción textual específica que requería de un profesional ad hoc: el reportero o periodista.
El proceso de transformaciones que vivió la prensa chilena hacia finales del siglo XIX significó, entonces, una transición desde un tipo de periodismo propio de la vocería y difusión de doctrinas políticas o religiosas, a otro más ligado a las exigencias de un mercado informativo en creciente desarrollo.
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En su evolución, la prensa liberal moderna logró una articulación clave entre el autodesignado rol de vocera y orientadora de la opinión pública, por un lado, y el logro de sus intereses económicos, ligados a los procesos de masificación y ampliación del mercado informativo y cultural, por otro. Ello es entendible alrededor de la noción misma de noticia, como materia prima básica del periodismo moderno y de la idea de prensa como mediador entre los individuos y la sociedad. El imperio de lo noticioso determinó la aparición de géneros, estilos y técnicas periodísticas específicas. La noticia debía ser escrita en forma breve, precisa y escueta, sin adjetivos ni opiniones. La propia técnica aseguraba la neutralidad del periodista, cuya posición y función se legitimaba desde una cuasi ontología profesional que lo ubicaba como testigo de la historia, objetivo, pero a la vez comprometido con la verdad y el servicio del público.
Esta paradójica dualidad solamente se podía sostener en la medida que se asumiera axiomáticamente el hecho de que las noticias existían como fenómeno objetivo y que la prensa se limitaba a registrarlos, es decir, dejar que hablaran por sí mismos. Se supone entonces que la prensa solo opina a través del editorial.
En ese marco, la prensa liberal moderna se sostenía sobre dos pilares: por un lado, la existencia de la noticia, y por otro, la capacidad de difundirla masivamente. La capacidad de encontrar las noticias, vale decir, de seleccionar aquellos hechos necesarios como insumos para la formación de la opinión, y de expresarlas de tal manera que fueran fácil y rápidamente decodificadas por un público anónimo y heterogéneo, fue lo que delimitó el campo propio y específico del periodista (vale aquí incluir la mitología del olfato y la intuición periodísticas, para algunos, atributos innatos; para otros, factibles de formar y adiestrar).
Estos procesos culminaron con la consolidación del modelo periodístico liberal moderno, como forma hegemónica de practicar el oficio. Ello se manifiesta claramente en varios de los artículos seleccionados en el presente volumen.
Un hito fundamental en el proceso es el nacimiento, en 1900, de El Mercurio de Santiago –del que se reproducen seis artículos–, ya con características plenas de empresa periodística. A El Mercurio de Santiago le siguieron Las Últimas Noticias (1903) y la revista Zig-Zag (1905), entre otros impresos pertenecientes a Agustín Edwards McClure. Su padre, Agustín Edwards Ross, había fundado en 1870 el diario La Época y más tarde compró El Mercurio de Valparaíso, a partir del cual Edwards McClure fundó uno de los consorcios periodísticos más relevantes e influyentes en el siglo XX.
Por otro lado, otros empresarios de Valparaíso, como los Helfmann, propietarios de la Imprenta Universo, habían fundado en 1902 la revista magazine Sucesos (antecesora de El Nuevo Sucesos) y pocos años después comprarían a Edwards la casa editorial Zig-Zag, fundada por aquel, cuando ya el despliegue de revistas especializadas dirigidas a públicos masivos (infantiles, magazines, femeninas, de espectáculos, de deportes, hípicas, etc.) se había consolidado en el mercado periodístico nacional.
Asimismo, surgieron otros diarios competidores en la misma perspectiva, como El Diario Ilustrado, que introdujo el uso del fotograbado, permitiendo por primera vez la publicación cotidiana de fotografías. Estos avances significaron también la desaparición progresiva de la mayor parte de la antigua prensa capitalina: La Libertad Electoral murió en 1901; La Tarde, en 1903; La Ley, en 1910, e incluso El Ferrocarril, en 1911, por nombrar algunos.
El Mercurio de Santiago, dotado de abundante capital y de una concepción moderna y nueva de la empresa periodística, en poco tiempo ocupó el lugar de El Ferrocarril, para lo cual tomó y potenció las características que a este último lo habían perfilado. Si El Ferrocarril había sido en muchos aspectos el introductor de la prensa liberal moderna, El Mercurio llegó a constituirse en su modelo y paradigma, distanciado de partidos y gobiernos y concentrado en conformar una opinión y un sentido común orientado a defender los fundamentos y fines del orden social capitalista.
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Desarrollados como producto de la transformación que vive la prensa occidental desde mediados del siglo XIX, los géneros periodísticos satisfacen una necesidad inmediata y urgente, cual es la de facilitar el trabajo colectivo. El formato aparece no solo como instrumento específico de construcción textual estandarizada, sino también, entre otras funciones, como mecanismo impulsor de la división del trabajo intelectual dentro del diario y la especialización profesional. La empresa periodística requería de los géneros como moldes básicos, impersonalizados, en los cuales volcar la materia prima: los hechos convertidos en acontecimientos y estos en noticias.
En el caso de la prensa moderna, el género vino a satisfacer una necesidad estrictamente productiva. Si el negocio es vender información cualificada como noticia, la rapidez y la inmediatez productiva debían adecuarse al carácter efímero y volátil del producto. La plena consolidación de los géneros periodísticos, así como el desarrollo de una estructura colectiva de producción de noticias, fue producto de un paulatino proceso que, en el caso de nuestro país, es posible advertir ya desde mediados del siglo XIX.
Por último, se aprecia en la época una clara correspondencia entre la masificación que alcanzaba determinado fenómeno social y cultural y su repercusión en el interés de una prensa que también se estaba diversificando, así como también con la configuración de públicos diversos y especializados, vinculados a espacios urbanos y circuitos culturales más amplios y nuevos. En ese marco, en esas primeras décadas del siglo XX aparecieron revistas especializadas, es decir, medios escritos de aparición más o menos regular, que se hacían cargo de un ámbito temático específico dirigido a un público cada vez más heterogéneo. Así, en la primera década aparecieron revistas literarias (Pluma y Lápiz), de moda y del hogar (Familia, Selecta), deportivas (Sport y Actualidades, Deportes), infantiles (El Peneca) e hípicas (El Jockey, La Huasca), entre otras.
A las anteriores deben sumarse las revistas magazinescas (Pacífico Magazine, Zig- Zag, Sucesos o Corre Vuela, destinada al mundo popular), que circularon en las dos primeras décadas del siglo XX, las que desarrollaron una apología del progreso expresado en la difusión de los inventos y de las posibilidades de las máquinas para hacer la vida diaria más confortable y cómoda.
Una segunda característica dice relación con el hecho de que el magazine no solo admite todo tipo de contenidos, estableciendo con ello una diferencia sustancial con la revista especializada. A diferencia de ella, que normalmente trata de justificar su existencia intentando demostrar o fundamentar la importancia y relevancia de sus contenidos, el magazine coloca en un mismo plano las más disímiles actividades sociales o los más variados temas. De todas formas, estas revistas –Zig-Zag en particular– daban cabida y difusión a los graves y conflictivos problemas derivados de las condiciones de vida de las mayorías, como se observa en crónicas sobre conventillos, alcoholismo y pobreza incorporados al presente libro.
Junto a lo anterior, es necesario destacar la importancia que jugaba la imagen. Ya sea en forma de ilustración o registro fotográfico, su presencia ocupaba buena parte del espacio de las revistas. No se trataba solamente de un elemento decorativo que tuviera por función ilustrar el texto escrito, sino que, por el contrario, en dichas revistas adquirió generalmente la suficiente autonomía para hablar por su cuenta. De hecho, en muchas ocasiones la imagen de un acontecimiento o situación solamente tenía una lectura de foto, con lo cual el texto verbal era el que pasaba a jugar un papel colaborador y claramente subordinado al texto visual. Dichas publicaciones contribuyeron de manera importante a una ampliación de la cotidianidad, al menos de los chilenos que habitaban las ciudades más importantes del país. Los límites de la experiencia de vida cotidiana se expandieron con la incorporación de temas, lugares, personajes y situaciones que además eran muchas veces presentadas visualmente.
De esa manera, el imaginario social se expandió y se complejizó.
Gramsci señaló alguna vez que no somos sino huellas que la historia ha dejado en nosotros y que nuestro deber es hacer el inventario de esas huellas. Este libro contribuye a esa labor, enriqueciendo el conocimiento de la época y las condiciones en que se echaron las bases de nuestro campo cultural y comunicacional, y de su posterior desarrollo a lo largo y ancho del siglo XX hasta la actualidad. Dichos procesos asumieron distintos perfiles, de acuerdo con los contextos históricos, pero en muchas ocasiones conservaron algunos rasgos que se delinearon en los orígenes que en este texto aparecen.
Uno de ellos especialmente destacable es la concepción de la prensa no como puro reflejo o instrumento de dinámicas y lógicas exteriores a ella, sino como un actor socio-cultural que opera desde sus propias instalaciones ideológicas y culturales, construyendo y difundiendo sentidos sobre lo social, en complejas y muchas veces conflictivas articulaciones y relaciones con otros espacios y con las discursividades que de ellos emanan.
Nota sobre la edición
Las crónicas reunidas en este segundo volumen fueron seleccionadas de diarios, revistas y periódicos impresos en Chile entre 1882 y 1932. La selección dejó de lado piezas periodísticas aparecidas en libros, folletos u otros impresos que no tuvieran una circulación periódica.
Al igual que en el primer volumen de esta antología, la mayoría de las piezas fue reproducida de manera íntegra, tal como fueron publicadas en su origen. En algunos casos, en favor de la fluidez y la coherencia global, se optó por acortar fragmentos con información accesoria o redundante, o bien, se obviaron recuadros o entrevistas complementarias al texto central.
Con el propósito de homologar el conjunto y de favorecer el sentido de trascendencia histórica de los sucesos narrados, se cambió gran parte de los títulos. También se eliminaron bajadas, epígrafes y subtítulos. En lugar de bajadas y epígrafes se propuso una breve introducción para cada pieza, de modo de ofrecer contexto histórico o información sobre los impresos, los autores y los acontecimientos.
Si bien se actualizó el lenguaje en lo ortográfico y se homologaron normas al uso actual, la edición mantuvo giros y usos lingüísticos, en especial anglicismos y galicismos, de manejo común en la prensa de la época. En los casos en que se detectaron errores tipográficos o de contenido, se optó por conservarlos, acompañados de una aclaración a pie de página. Pese a las intervenciones descritas, la edición procuró conservar la estructura original y el estilo del lenguaje periodístico de la época.
SOCIALES
El tránsito del demonio
El Mercurio
27 de septiembre de 1901
Joaquín Díaz Garcés
En 1900 se funda El Mercurio de Santiago, bajo la dirección de Agustín Edwards McClure. Este periódico, provisto de la más avanzada tecnología y orientado al mercado informativo, marcará el arranque del periodismo moderno chileno. Entre sus principales colaboradores destacará el joven periodista, escritor y diplomático Joaquín Díaz Garcés, primer secretario de redacción y luego director del diario. Bajo el seudónimo de Ángel Pino, repasará la vida cotidiana chilena de inicios de siglo XX. Con un estilo ágil y mordaz –como lo ilustra esta crónica sobre un absurdo episodio ocurrido en Santiago–, se elevará a la posición de mejor cronista de su tiempo. Díaz Garcés participará del surgimiento de numerosos medios de prensa chilenos, como el diario Las Últimas Noticias, la revista Zig-Zag, de la cual fue su primer director, y la revista Pacífico Magazine. Fallecerá en septiembre de 1921, a la edad de 44 años.
Clodomiro Pérez es corista varón del Teatro Municipal. Su cara de asno joven se destaca vigorosamente en la escena, y hace el regocijo de las galerías y del elemento joven que concurre a oír la ópera.
Como prisionero númida en el segundo acto de Aída, infundía pavor al mismo Amonasro. En seguida, se le ascendió por su fealdad y por su buena conducta a sacerdote egipcio, y cuando en el fondo del templo resonaba pavorosa la ronca y tétrica acusación de traidor a la patria, sobre todas las demás se alzaba la voz de Clodomiro Pérez, que en esos momentos creía realmente tener en sus manos la vida de Radamés.
En Fausto, en el coro de las cruces, Mefistófeles, más que por la presencia de ese signo odiado para él, temblaba ante la cara que ponía Clodomiro Pérez, para vencerlo y aterrorizarlo.
Pérez era, indudablemente, el rey de los coristas. Sabía abrir los ojos desmesuradamente, mirar al vecino como para comunicarse la impresión de la romanza cantada por el tenor; mover los brazos desmesuradamente, inclinar la cabeza, en fin, dramatizar a su manera.
Clodomiro era casado con una mujer vieja y sorda, un avocastro tal, que ni siquiera había conseguido figurar en el coro femenino del Municipal, donde son cualidades que se aprecian mucho la fealdad, la vejez y el no tener oídos.
En la noche del miércoles, el pobre Pérez, dejando a su mujer en cama, con una grave enfermedad, se vio obligado a asistir al estreno de Mefistófeles, donde le correspondía el honroso puesto de demonio, para salir con el gran tenedor de tres dientes en el segundo acto, en la escena del infierno.
¡Qué bien se veía Clodomiro, metido bajo su capuchón rojo fuego, con las orejas salidas hacia afuera y como mandadas a hacer para servir de receptáculo a tanto golpe de orquesta; los ojos saltados y redondos como si fueran los de un loro, con la razón extraviada, y finalmente, la boca abierta, con una expresión idiota de mula fatigada!
Era un demonio real y verdadero, y al divisarlo salir del camarín, una bailarina que no debía andar con
la conciencia muy limpia, casi se cayó desmayada y desapareció como un celaje dándose vueltas en las puntas
de los pies.
Llegó, por fin, el acto del infierno, y Clodomiro Pérez hizo su aparición en el piño de demonios, saltando sobre los pies y levantando en alto el gran tenedor dorado. Algunos concurrentes de la platea descubrieron con sus anteojos la adorable figura de Pérez, y estuvieron contemplándolo en medio de esa atmósfera roja, hasta que saliendo por un costado, volvía a bajar por la ladera de la montaña del fondo.
Al salir el actor, corrido ya el telón, y cuando todavía no se apagaba el resplandor rojo que bañaba el escenario, un vecino de la casa de Clodomiro le anunció que su mujer estaba agonizando.
Pérez dio un grito, y olvidándose del traje quizá un tanto impropio que llevaba, salió como un loco por la puerta de la calle de San Antonio y echó a correr en dirección a la Alameda.
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¡Qué solitaria y triste se encuentra la Alameda pasada la medianoche! Los quemadores incandescentes difunden en torno suyo un resplandor pálido que, vacilante y confuso, se pierde en la lejanía, moviendo las sombras y dándoles una extraña animación.
De cuando en cuando parece como brotar de un tronco la oscura silueta de un transeúnte que, a paso de marcha, se dirige al domicilio donde alguien lo espera, o donde nadie lo espera.
Allá, de tarde en tarde, un carruaje muestra a lo lejos sus faroles rojos como dos pupilas de borrachos, y golpeando ruidosamente el pavimento se acerca al galope de los caballos.
La ciudad, agitada y alegre en el día, se pone medrosa y sombría a estas altas horas, en que bien podrían salir duendes y penar ánimas.
Eso decía el guardián que de punto, frente a la calle de San Martín, casi se moría de miedo en tal soledad. La campanita sonora y armoniosa del reloj de San Borja había dado las doce tres cuartos. El guardián bostezó y naturalmente se santiguó la boca con el pulgar, para que por ella no entrara ningún mal espíritu.
De repente fijó la vista a lo lejos, hacia arriba, y creyó divisar un punto oscuro que corría desaforadamente por el fondo de la Alameda. Muy pronto y a la pasada de un farol divisó que era rojo, y que llevaba algo en la mano que brillaba a la luz.
–¡Cáspita! –dijo–, cualquiera creería que eso es el diablo en persona.
Y volvió a santiguarse.
Pero el bulto crecía, crecía, hasta dejar ver el gran tenedor dorado que llevaba en alto, y el gorro puntiagudo que, rojo como todo su traje, le cubría la cabeza. El guardián corrió como un loco a refugiarse al pie de un farol, sin atinar a llevarse el pito a la boca y pedir auxilio, y desde allí, con los ojos abiertos, veía acercarse a grandes saltos ese demonio color de fuego, que llevaba levantado el tenedor con que indudablemente clavaba a los condenados.
Pérez, olvidado enteramente del traje peculiar que lo cubría, pensó en la necesidad de pasar antes a la botica de turno más cercana, para llevar a su mujer un calmante. Se dirigió, pues, al guardián haciéndole señas con el tenedor; pero con profundo asombro vio que este, dando un grito, se trepaba por el farol, semejando, a la luz del gas, un murciélago gigantesco que cubría el quemador con sus alas negras.
–¿Qué es esto? –se dijo Clodomiro, y como si tal cosa hizo su pregunta de estilo:
–¿Sabe usted dónde está la botica de turno?
Hubo un momento de silencio en que se sentía la respiración agitada del guardián.
El reloj de San Borja dio los cuatro cuartos y en seguida una campanada vibrante y argentina.
Después con voz apagada, temblorosa, el policial dijo:
–Ver… ver… ga… ra… es… es… es… qui… qui… na… de… de… de… de…
Y nada más pudo agregar, porque el terror le paralizó la lengua, y Pérez, aburrido, echó a correr de nuevo, creyendo sencillamente que se había encontrado con un guardián ebrio.
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De repente, allá en una esquina divisa la ventanilla alumbrada de una pequeña botica, tras cuya puerta dormita seguramente el boticario, reclinado en una silla, después de haber vendido un papelillo de calomelanos para un cólico y un frasquito con jarabe de ipecacuana para un niño con tos convulsiva.
De súbito, tres golpes suenan en la puerta. El boticario se incorpora, corre a la puerta, asoma su cabeza por la ventanilla y dando un salto atrás, la cierra de golpe y le pone nerviosamente el aldabón. Ha visto al demonio, lo puede jurar, rojo, alto, con un tenedor en la mano.
El pobre hombre se da golpes de pecho y jura devolver la plata que ha recibido de sus parroquianos por calomelanos falsificado que está vendiendo desde hace tres meses.
En ese instante, solamente, Clodomiro Pérez lo comprende todo. Vestido así, de demonio, no puede entrar a ver a su mujer; es imposible, la mataría. Y como le viene el recuerdo de la pobre que se muere, se acerca a un poste de teléfonos y se pone a llorar amargamente.
Un trasnochador que pasa por allí, con el cuello levantado, el sombrero caído sobre los ojos y las piernas un poco débiles, da un salto de tres metros al ver a ese diablo que solloza; emprende después una carrera loca y hasta cree sentir olor a azufre.
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Amanece. Comienza a difundirse sobre la Alameda la luz indecisa del alba, y un vientecillo frío baja de la cordillera haciendo dar diente con diente a los guardianes de punto.
Un comisario encuentra a Clodomiro Pérez, y venciendo el primer impulso de temor, se lo lleva a la comisaría arriándolo por delante.
Una cocinera que va al mercado con su canasta de mimbres al brazo, se queda con la boca abierta, inmóvil sobre la vereda, sin saber qué significa ese oficial que va empujando con su caballo a un diablo con cuernos, cola y tenedor
en la mano.
El infeliz de Clodomiro Pérez solloza; y lo sorprende el sol sentado en la comisaría, sobre un piso de junco, con la cabeza baja y apoyada sobre las dos manos asidas al tridente dorado.
Un grupo de muchachos lo rodea a cierta distinta, en silencio y hasta con respeto.
Es un cuadro original y divertido.
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Pero entretanto, nadie hace desistir al policial de la segunda comisaría de retirarse del puesto de guardián y perder su sueldo, a no ser que lo releven para siempre de hacer la guardia en la noche.